sábado

A sor María de la Trinidad

Señor, me has elegido
desde mi tierna infancia;
puedo en verdad llamarme la obra de tu amor.
¡Cómo quisiera yo poder, Dios mío,
pagarte, agradecida,
devolviéndote amor.
Jesús, Amado mío, ¿qué privilegio es éste?
Yo, pobrecita nada, ¿qué había hecho por ti?
¡Y me veo en el blanco cortejo de las vírgenes
que componen tu corte,
dulce y divino Rey!


Sabes que soy, Dios mío,
pura debilidad,
sabes también, Señor,
que no tengo virtud.
Pero igualmente sabes que mi único amigo,
el único a quien yo amo, el que me ha cautivado,
eres tú, mi Jesús.
Cuando en mi joven corazón la llama
se encendió del amor,
tú viniste, Jesús, a quemarte en tu fuego.
¡Y sólo tú pudiste saciarme el alma entera,
pues mi urgencia de amar era infinita!


Cual tierno corderillo lejos de la majada,
jugueteaba alegre
ignorando el peligro.
Mas ¡oh Reina del cielo, mis pastora querida!,
tu blanca, tu invisible, dulce mano
sabía protegerme.
Y así, aunque yo jugaba
al borde de los hondos precipicios,
ya tú me señalabas la cumbre del Carmelo,
y ya yo comprendía
las austeras delicias que habría de abrazar
para volar al cielo.





Si amas, mi Señor, la pureza del ángel
-de ese brillante espíritu que nada en el azul-,
¿no amarás la blancura
del lirio que se eleva sobre el fango,
del lirio que tu amor
supo conservar limpio?
Si el ángel de alas rojas
goza de presentarse ante tus ojos
radiante de pureza,
yo me gozo también, porque ya en este mundo
el ropaje que visto al suyo se parece,
pues poseo el tesoro
de la virginidad...


Fecha: mayo de 1897. - Compuesta para: sor María de la Trinidad, a
petición suya. -

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