sábado

Por qué te amo, María II

Por fin logras hallarle, y al tenerle,
rompe tu corazón en transporte amoroso.
Y le dices al Niño, encanto de doctores:
«Hijo mío, ¿por qué has obrado así?
Tu padre y yo, con lágrimas, te estábamos buscando».
Y el Niño Dios responde, ¡oh profundo misterio!,
a la Madre querida que hacia él tiende los brazos:
«¿A qué buscarme, Madre? ¿No sabías, acaso,
que en las cosas que son del Padre mío
he de ocuparme ya?»

Me enseña el Evangelio que sumiso
a María y José permanece Jesús,
mientras crece en sabiduría.
¡Y el corazón me dice
con qué inmensa ternura a sus padre queridos
él obedece siempre!
Ahora es cuando comprendo el misterio del templo,
las palabras ocultas del amable Rey mío:
Tu dulce Niño, Madre,
quieres que seas tú el ejemplo vivo
del alma que le busca
a oscuras, en la noche de la fe.

Puesto que el Rey del cielo quiso ver a su Madre
sometida a la noche,
sometida a la angustia
del corazón,
¿será, acaso, merced sufrir aquí en la tierra?
¡Oh, sí...! ¡Sufrir amando es la dicha más pura!
Puede tomar de nuevo Jesús lo que me ha dado,
dile que por mí nunca se moleste.
Puede, si a bien lo tiene, esconderse de mí,
me resigno a esperarle
hasta que llegue el día sin ocaso
en el que para siempre se apagará mi fe...

Yo sé que en Nazaret, Virgen llena de gracia,
viviste pobremente sin ambición de más.
Ni éxtasis ni raptos ni milagros
tu vida hermosearon, ¡Reina de los electos!
Muchos son en la tierra los pequeños,
y ellos pueden alzar, sin miedo, a ti los ojos.
Por el común camino, oh Madre incomparable,
caminas tú, guiándonos al cielo!

Vivir contigo quiero, Madre amada,
a la espera del cielo,
seguirte en el destierro día a día.
En tu contemplación yo me hundo absorta,
y de tu inmenso corazón descubro
los abismos de amor.
Tu maternal mirada desvanece mis miedos,
y me enseña a llorar, y me enseña a reír.
Lejos de despreciar las fiestas de la tierra,
las fiestas que son santas,
tú, Madre, las comparte y bendices.


Al ver que los esposos de Caná
no pueden ocultar al gran apuro
en que se encuentran por faltarles vino,
con maternal solicitud acudes
al Salvador, tu Hijo,
de su poder divino esperando la ayuda.
Jesús parece rechazar tu súplica
en un primer momento:
«Mujer, ¿qué no importa esto a ti y a mí?»
Mas de su corazón allá en el fondo
madre suya te llama,
y para ti y por ti Jesús realiza
su milagro primero.

Te veo un día, Madre, en la colina,
entre los pecadores que escuchan la palabra
de aquel que más nadie
desea recibirles a todos en el cielo.
Alguien dice a Jesús que quieres verle.
Entonces él, Hijo divino tuyo, ante la gente
muestra lo inmensamente que nos ama:
«¿Quién es mi hermano -dice-, quién mi hermana,
y mi madre quién es, sino el que cumple
mi voluntad en todo?».
Al escucharle, tú, Virgen inmaculada,
¡oh Madre, la más tierna!,
no te entristeces, antes bien te alegras
de que nos haga comprender entonces
que aquí abajo, en la tierra, nuestra alma
se hace familia suya.
¡Oh, sí, te alegras, Virgen, de que él nos dé su vida,
el tesoro infinito de su divinidad!
¿Cómo no amarte y bendecirte, viendo
en ti tanto amor, tanta humildad?

Tú nos amas, María, como Jesús nos ama,
por nosotros aceptas verte alejada de él.
Amar es darlo todo, darse incluso a sí mismo:
quisiste demostrarlo quedando con nosotros
como fuerte y visible ayuda nuestra.
¡Conocía Jesús tus íntimos secretos
y la inmensa ternura
de tu divino corazón de madre!
Te nos dejó a nosotros,
como refugio fiel de pecadores,
cuando, para esperarnos en el cielo,
abandonó la cruz.

Te me apareces, Virgen,
en la sombría cumbre del Calvario,
de pie junto a la cruz,
igual que un sacerdote en el altar,
ofreciendo tu Víctima,
tu Jesús amadísimo,
nuestro dulce Emmanuel,
para desenfadar la justicia del Padre.
Un profeta lo dijo, ¡oh Madre desolada!:
«¡No hay dolor semejante a tu dolor!»
¡Oh Reina de los mártires, quedando en el destierro,
prodigas por nosotros
toda la sangre de tu corazón!

La casa de san Juan se hace tu único asilo,
de Zebedeo el hijo reemplaza a tu Jesús...
Y es éste ya el último detalle
que nos da el Evangelio,
de la Virgen María no vuelve ya a hablar más.
Pero, Madre querida, su silencio profundo
¿acaso no revela
que el Verbo eterno -él mismo- cantar quiere
de tu vida los íntimos secretos,
para gozosa gloria de tus hijos,
los santos moradores de la patria del cielo?

Yo escucharé muy pronto esa dulce armonía,
iré muy pronto a verte en , el hermoso cielo.
Tú que viniste a sonreírme, Madre,
en la suave mañana de mi vida,ven otra vez a sonreírme ahora...,
pues ha llegado ya de mi vida la tarde.
No temo el resplandor de tu gloria suprema,
he sufrido contigo,
y ahora quiero
cantar en tus rodillas, Virgen, por qué te amo
¡y repetir por siempre y para siempre
que yo soy hija tuya...!
La pequeña Teresa...

Fecha: mayo de 1897. - Compuesta espontáneamente (pero también a petición de sor María del Sagrado Corazón).

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